domingo, 10 de agosto de 2008

¿60% de conspiradores?

John Williamson, en 1989, redactó un documento de trabajo para el Peterson Institute for International Economics, conocido después como el Consenso de Washington. El texto incluye un listado de diez políticas económicas que los países de América Latina debían observar para salir de la pobreza. Consideradas como las bases del neoliberalismo y criticadas por autores como Noam Chomsky y Naomi Klein, ninguna de ellas apunta a repartir equitativamente las rentas ni menciona a los programas sociales como los amortiguadores del proceso. Obviamente, sin estos ingredientes dicha receta lo único que puede conseguir es que los trabajadores en el mundo subdesarrollado permanezcan pobres, mientras que los dueños de las grandes empresas cada vez obtienen mayor bienestar y riqueza, como afirmó en su momento Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía en el año 2001.

Como suele suceder en la política, un manto de confusión está pretendiendo cubrir los acontecimientos del 9 de julio. En forma deliberada, el Gobierno y la CGTP están contribuyendo a que esto suceda, porque ninguno tiene la convicción de haber ganado esta “batalla”.
Apelando a alambicados argumentos, el presidente García ha calificado de conspiradores a los organizadores del Paro Nacional y a la marea de ciudadanos que se adhirieron a su convocatoria en todo el país (incluidos los que lo hicieron en forma violenta, destrozando la propiedad pública y privada).


Pero la élite que obtiene estos beneficios tiende a acceder –o por lo menos a influenciar– a la toma de decisiones del poder, a fin de mantener o incrementar sus privilegios. Y esto es precisamente lo que parece estar sucediendo en el país. Hay una férrea disciplina fiscal, una mejor condición para atraer inversiones, cifras macroeconómicas aceptables –excepto un peligroso repunte inflacionario– y dinero sin ejecutar, que pertenece a los presupuestos de los tres niveles del Gobierno, depositado en los bancos. ¿Y los pobres? ¿Dónde se ubican en esta maraña de cifras? ¿No es que el Estado fue creado para alcanzar el bienestar general?
El Consenso de Washington contiene “recetas” que el ministro de Economía viene cumpliendo y que tanto el Banco Mundial como el Fondo Monetario Internacional vienen monitoreando. Sin embargo, hasta hoy no se ha producido ninguna expansión económica significativa que beneficie a los que siguen siendo “pobres generacionales”.
Estamos creciendo sostenidamente a tasas superiores a las registradas en Latinoamérica. Lamentablemente, este logro no será útil en el mediano y largo plazo si no se convierte en desarrollo. Para que esto suceda, reiteramos la necesidad de que el Congreso se aboque a la tarea más importante: la reforma del Estado y la subsecuente reforma constitucional. De lo contrario, esta será otra oportunidad perdida.
Este es el panorama que el Gobierno soslaya y, al hacerlo, inventa “reclamos buenos” (si sus mentores negocian con el Premier) y “reclamos malos” (si optan por otras vías). A estos últimos se les ha atribuido la calidad de conspiradores.
Esos que “conspiran” son hijos de la inflación. Aquellos que destinan el 47,5% de sus ingresos para alimentos, cifra enormemente alta comparada con la de los demás países de la región. Son los que para sobrevivir deben recibir alimentos del Estado que asegura, sin entender qué es la pobreza, que mediante este procedimiento paternalista la está combatiendo.
Son los que escuchan a diario que los recursos presupuestales de los tres niveles del Gobierno no han podido ser invertidos (no gastados) por incapacidad y una clamorosa falta de planificación nacional, pues carecemos de un Plan Nacional de Desarrollo.
Después del megadesastre económico de la década del 80, se han creado varios “candados” legales para evitar el irresponsable manejo de la economía. Y los organismos internacionales tienen hoy ojos zahoríes para detectar cualquier farra populista. Gran parte del manejo prudente de nuestra macroeconomía radica en estas políticas. Sin embargo, no debemos ser mezquinos y reconocer que el presidente García aprendió la lección.
Por otro lado, la CGTP merece también ser auscultada. El haber copado el espacio político intermediador –abandonado inexplicablemente por los partidos políticos– la indujo a enhebrar una plataforma variada y dispersa como fundamento de su lucha. Hubo desde protestas étnicas hasta políticas de subsidios, alineando a todas ellas contra el actual modelo económico y exigiendo su cambio.
Según la Constitución, el país orienta su desarrollo mediante la economía social de mercado, probablemente de competencia imperfecta. Es este modelo, con particulares aplicaciones según la propia realidad, el que han seguido países exitosos. Incluso los gobernantes que han salido de las canteras del socialismo vienen implementándolo sin ningún rubor, porque se ha convertido en una megatendencia. Exigir su cambio sin proponer otra alternativa es un salto irresponsable al vacío. Además, la única posibilidad que queda es el modelo económico socialista, que no ha hecho a ningún país rico y que ya ha sido abandonado por los países de Europa del Este que se han integrado a la Unión Europea.
Es probable que la intención de los que reclaman refleje la necesidad de que el Gobierno realice un ajuste en el modelo. Eso sí sería lo sensato. Pero aún así, no es serio renegar de él sin proponer serena y responsablemente las modificaciones necesarias.
No estamos ante conspiradores, sino ante un 60% de ciudadanos que reclaman desesperadamente ese golpe de timón, como lo reconoció el presidente García. La inflación, ese fantasma pernicioso, puede obligarnos a disminuir el ritmo del gasto público para no acrecentar la brecha entre crecimiento y demanda e inducirnos a reducir el crédito y disminuir las importaciones. Pero a lo que no nos debe obligar es a paralizar la gran tarea de este siglo: hacer un nuevo Estado. Repito, que esta no sea una oportunidad perdida.
Después del 9 no viene el 10, tampoco el 4 de noviembre. Lo que debe venir es un diálogo que busque consensos, semejante al que, como lección paradigmática, consiguió Irlanda con su pacto social antes de decidir ingresar a la Unión Europea. No vivimos la grave crisis económica que dio origen al Pacto de la Moncloa en la era postfranquista, ni la inestabilidad política y social de Venezuela que inspiró el Pacto de Punto Fijo tras la caída de Pérez Jiménez en 1958. No, no estamos en esas situaciones. Estamos en una época de vacas gordas y la gobernabilidad no está amenazada. El voluntarismo presidencial requiere un mejor cauce. Y este no discurre desprestigiando al 60% de peruanos que no ve en sus bolsillos el fruto del crecimiento.